lunes, 23 de junio de 2008

Las fotografías de la performance de Dora y Gabriel

Todos leímos Milton. Dora estuvo persiguiéndonos durante meses con el ejemplar debajo del brazo y, una vez que lo prestaba, le brotaba otro igual para dejárselo a otra persona. Todos acabamos pasando por las páginas del poema que escribió William Blake en Felpham. Así surgió aquel proyecto en el que Dora utilizó –como casi siempre- a Gabriel como fotógrafo; Vence y yo estábamos trabajando en Portsmouth y nos sumamos al equipo de combatientes.

Nunca antes nos había hablado (al menos a Vence y a mí) de William Blake, pero no nos extrañó la elección de Milton, pues el desenfoque de la mirada de Dora respecto a la década de los sesenta también encajaba con la manera en que había convertido la contracultura (por el hecho de ser “contra”) de aquella época en una especie de canon romántico que reverenciar: recuerdo una madrugada en Bilbao en la que discutimos acaloradamente sobre la función de la cultura y la lucha, sobre la agitación (y la propaganda), la justicia y la revolución. Recuerdo que el día se había levantado cuando nosotros abandonamos los sillones para vaciar los ceniceros, limpiar de vino las copas y servirnos en la cocina un café cargado.

No creo que ya tenga sentido pretender explicar la intención o el significado del proyecto que nos llevó a las asfixiadas calles de jardines de Felpham: sé que tenía que ver con William Blake, que Dora me habló de Ololon y que todo tenía que ver mágicamente con Milton, fueron muchas las líneas leídas, remitidas y antes escritas por Gabriel y Dora pero no sería capaz de resumir todo aquello ahora. No entendería rescatar ese mensaje porque era la elaboración que habían llevado a cabo ellos: yo vi la performance de Dora, yo vi el momento en que Gabriel disparaba la cámara, también vi a Vence rodar con la cámara de Super8 algunos momentos mientras yo tiraba fotos que sirvieran para la documentación del instante –en ningún caso para ser expuestas ni mostradas a nadie ajeno al proyecto- y para que las pudiéramos guardar Dora, Gabriel y yo.

Pero todo eso perdió sentido pocas horas más tarde del momento en que las instantáneas fueron tomadas. Vence y yo regresamos a Portsmouth porque teníamos que trabajar temprano al día siguiente; Dora y Gabriel Korzeniowski regresaron a su casa en el campo y, por el camino, sé que pararon en el Royal Oak Pub, cerca de Hooksway; sé que poco después de retomar el camino, con su casa en South Harting prácticamente en el horizonte, su coche se salió de la carretera y todo cambió para estas fotografías que ahora les presento. Yo no lo supe hasta un par de meses más tarde, cuando las tuve sobre mi mano por primera vez.

martes, 1 de abril de 2008

La bala perdida de James Gray y el mito de Rivette


Sobre la función de los héroes y los mitos ya se ha escrito muchas veces mal y algunas bien. Procuraré evitar las referencias a ambos asuntos y su presencia en nuestro inconsciente (pues no me veo capaz de llevar mi nombre por medio de lo que escriba al segundo grupo) para revolotear sobre el tercer largometraje de James Gray, titulado We own the night (en España, La noche es nuestra, 2007). Procuraré evitarlo aunque ese magma difuso es el que me ha traído a la silla de mi frío estudio en la que me inclino para escribir estas palabras.

Coinciden los analistas en apuntar a la revisión del film noir cuando se refieren al grueso de la obra de Gray o a esta última película en particular. Es el director el encargado de cargar las tintas en ese sentido y –por esa parte- es un triunfo del (también) guionista a la hora de sembrar con determinantes objetos característicos su historia la pistola del difunto padre asesinado por un sicario; el soplón (una vez desenmascarado) apaleado en un oscuro callejón; la tópica lentitud policial en el proceder ante los acontecimientos criminales (y los demás también); los mafiosos implacables que disparan a quemarropa...

Adscribirse a una tradición tan valorada como la del cine negro comporta en España a Gray elogios mecánicos en ciertos papeles: “eres uno de los nuestros”, parecen decirle algunos bien poco exigentes (por ejemplo, Carlos Boyero en ‘El País’); “una película clásica de cine negro, casi un film de los años 40”, rubrica (sin vergüenza ni a la hora de mirar el extracto de la cuenta bancaria ni a la de poner su nombre bajo un texto insípido) Nuria Vidal en ‘Fotogramas’ dando a entender que encuadrar una película contemporánea en determinada realidad de hace setenta años fuera un elogio. Pero esas celebraciones vienen acompañados de determinadas servidumbres cuya violación otros críticos (hablo de los dos ya citados, pero sobre todo de Carlos Fernández Heredero en ‘Cahiers du Cinéma. España’) no parecen dispuestos a entender o tolerar.

El género negro ha conformado con nitidez la imagen de su héroe como un outsider trágico, irónico ante su tiempo, de poso amargo e ideales justos, de métodos que bordean –y, en algunos casos, violentan- lo moralmente aceptable porque su valentía lo lleva –basándose en una vasta experiencia vital- a adoptar resoluciones arriesgadas en pos de lo correcto: son, por ejemplo, los agridulces protagonistas perdedores de algunas de las novelas de Cain que dieron pie a títulos recordados como Double indemnity o The postman always rings twice; pero también son los detectives privados de Hammett y Chandler (y que, para regocijo de nostálgicos, ha sumergido en formol, por ejemplo, James Ellroy), que chocan de vez en cuando –por su manera de actuar- con los artríticos brazos de la ley y el orden representados en los agentes de la policía, pero que rara vez acaba a malas con el establishment.

Nada más arrancar We own the night –y con más razón si el espectador recuerda las excelentes dos películas dirigidas anteriormente por James Gray- el público sabe exactamente en qué términos –argumentalmente hablando- va a recibir los mensajes: son los del cine negro. Gray no es un prestidigitador que quiera inventar nada nuevo sino un realizador con innegables dotes para lo que está haciendo, es decir, una película de policías y mafiosos en los Estados Unidos. Sin embargo, hay una virtud única e insoslayable en el dramatis personnae de We own the night: el protagonista del film no va a ser el policía (de ideales tan previsibles y justos que carece de enjundia para interesar al espectador) joven y exitoso; ni siquiera su padre, un venerado jefe de policía cegado por su profesión y que ha descuidado la relación con uno de sus hijos... Va a ser ése hijo el protagonista: va a ser el bala perdida que, en un pasado ignoto, se descarrió de la recta línea moral de la familia de policias... Pero la novedad es que su papel no va a ser (pese a lo que se desprende de la primera media hora de metraje) el del joven triunfador bala perdida al que los hechos conducen bien hacia la muerte ejemplarizante bien por el camino de la redención, sino uno nuevo que debe entroncarse en el ya mencionado outsider irónico, cínico, machacado por la vida, sabio de ideales justos. Debe ligarse con él porque es exactamente su antagonista: el hijo díscolo, Bobby –por sus hechos lo conoceréis-, no se ha alejado premeditadamente de la línea moral y recta, sino que la vida lo ha transportado, como si fuera el mar, hasta arrojarlo contra un rocoso acantilado en una ola. Este protagonista no es el mordaz incomprendido que, desde su boyante bagaje de experiencias heróicas y olvidadas, ríe entre labios mientras contempla esta sociedad artificial y artificiosa antes de apurar el último trago de bourbon: Bobby es un triunfador llamado a reemprender una senda “correcta” que hace mucho tiempo desechó de buena gana y que no desea retomar. En resumen, este protagonista no lleva las riendas de su vida porque no es capaz de hacerlo: el bala perdida de Gray resulta patéticamente arrastrado por los acontecimientos, no logra actuar como un héroe pese a ser el motor de la película. Por ejemplo, en un determinado momento es tentado y cede ante la posibilidad de un ajuste de cuentas personal y rápido que se opone a la ley: sus ideales no son justos.

La amoralidad de este personaje protagonista de chata talla moral (se trata de un tipo que ha ocultado su origen ruso porque se avergüenza de él, que visita a su padre viudo muy de vez en cuando, que sólo parece encontrarse con su hermano para mantener virulentas discusiones, que se entrega a la vida licenciosa, a las drogas, el juego y las mujeres con plena satisfacción), ubicado en el lugar del héroe de este film noir resulta incómoda e inquietante, pero sobre todo, muy enriquecedora para un género tan rígidamente codificado.

Leo “tufo conservador”, y leo “moralista” en textos redactados por críticos de no poco prestigio al referirse a We own the night. Nunca me ha gustado atacar o defender una película por la orientación ideológica de su argumento (ese corazón, ese núcleo duro en el que exclusivamente se centran los comentarios de la mayoría de críticos todavía más de 110 años después de la invención del cine). Quizá por eso me resulta hiriente el paternalismo con que críticos y analistas de moderado prestigio descabalgan la belleza o la coherencia de una película por su ideología, como prestándonos argumentos políticos bien aprehendidos en tiempos difíciles. Dice Fernández Heredero que la película de Gray celebra “los ritos comunales que salvaguardan el orden y la ley”, lo que implica que “del claroscuro de los personajes realmente trágicos” se salta a “la evidencia de un arquetipo perfectamente previsible”. Todo ello, para él, pone de relieve un “maniqueísmo moralista de James Gray” y, para respaldar su aseveración echa mano no ya de otras opiniones plausibles sino que recurre directamente al mito cahierista: Rivette y su discurso sobre la moral de las imágenes (“el aliento enfático que dicho tratamiento visual pretende imprimir sobre esa imagen delata la abyección (que diría Rivette) del procedimiento”) y la crítica de la película en las páginas de la edición francesa de la revista (“Toda película conserva, incluso a su pesar, la huella de su propia época. Lo recuerda Cyril Neyrat al concluir que La noche es nuestra lleva consigo “la del clima de restauración de los valores tradicionales de la América de hoy”). No necesita de mucho más el crítico para despachar una visión simple (en el sentido de que no busca complicaciones, sigue el argumento al pie de la letra, sin buscar posibles ironías o lecturas más profundas) de la película en la que, si el Bobby (el bala perdida de Gray) acaba regresando al redil de la familia (“útero familiar/policial”, dice) en lugar de apostar (como Cimino en Manhattan sur) por señalar que “el precio de la integración en la comunidad es la autodestrucción”; porque –según entiende el crítico- “en el conjunto de opciones narrativas que se esfuerzan por hacer evidente una dramaturgia que se quiere trágica y bíblica, pero que sólo ofrece el reverso luminoso de la turbiedad y de la ambigüedad del gran cine negro americano”. Fernández Heredero no considera oportuno explicar en qué consiste dicha ambigüedad, esa turbiedad que Gray no logra hollar.

No consigo quitarme de encima la idea de que el crítico de “Cahiers du Cinéma” entiende que la película es conservadora (lo dice Cyril Neyrat en el número francés de diciembre de 2007, recuerdo) porque el protagonista, en lugar de inmolarse, de ceder a la autodestrucción, o de descender a los (familiares) infiernos schrader-scorsesianos, acaba ingresando en la policía, en la línea de su tradición familiar. Fernández Heredero parece saltar por alto el penúltimo plano del film, en el que nuestro reconvertido bala perdida parece intuir la presencia de su pasado perdido en el rostro de su bella (y ahora ausente, como castigo por su decisión de ingresar en la policía) novia portorriqueña... Bobby regresó al redil, se unió a la tradición familiar, pero a costa de –una vez conocida- entregar sin más recompensa que los remordimientos la felicidad que él había construido para sí. Intuyo que si Bobby hubiera ayudado a la mafia rusa a extender el tráfico de cocaína en el local que regenta, si hubiera colaborado (pongamos que no explícitamente, pero sí involuntariamente) en el asesinato de su padre, o se hubiera enganchado a la cocaína y ésta le hubiera hecho perder riqueza, novia, prestigio, trabajo, familia, todo (sí, crónica de un ascenso y una caída al más puro estilo Scorsese), la película no habría sido conservadora o moralista para Fernández Heredero. Lo cierto es que Bobby, por el camino hacia su nuevo trabajo como agente de policía pierde riqueza, novia y trabajo, pero gana la familia. Y sobrevive. Aunque sea pobre, humillantemente. Y eso debe de ser conservador.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Miedo e inadaptación



1.
He caminado apresuradamente por las húmedas calles de los Fueros, Askao, Iturribide y Fika y al final, con la llave en la mano, hasta el portal de casa, he llegado cojeando. Con la herida ardiendo a la altura del tobillo le daba vueltas a la nota que he escrito en mi mente segundos antes de despertar al final de No country for old men. Unos minutos antes había pensado que la película de los hermanos Coen era una película hija de su época, que infunde miedo e inocula miedo a los espectadores. Cegado por el fuego de la herida creía que el otro era al que había que tener miedo según McCarthy y los Coen: el asesino implacable, los empresarios corruptos que controlan el tráfico de drogas, los vigilantes fronterizos, los veteranos de Vietnam, los mejicanos sin papeles en El Paso, los indios, la policía. La película trata sobre el miedo y, por un momento, he creído que trataba sobre el miedo a envejecer, el miedo a ver cómo la manera de afrontar la vida de cada cual se va oxidando, se queda anticuada y hay que encerrarla en el trastero lleno de gatos de una casa en mitad del desierto

2.
La película (que -dicen- es una fidelísima traslación del contenido de la novela de Cormac McCarthy, y por lo que quiero leer esa novela y otras más del escritor) ofrece su clave casi al final: vanidad. El miedo no es al otro: el Miedo es el asesino silencioso que no interpreta Javier Bardem. Es la muerte (a la que se escucha a lo largo de todo el metraje). Y la tapicería de thriller fresco de aire retro ochentero queda reducida a lo que es: un llavero con el que jugar camino de casa, mientra se piensa en ese Miedo que hace que aceleres el paso.

lunes, 11 de febrero de 2008

Sangre


1.
Ya se ha dicho en muchos lugares y de mejores maneras que "Dong" (Jia Zhang-ke, 2006) es el documental gemelo de la ficción "Naturaleza muerta" (Sanxia haoren, Jia Zhang-ke, 2006). Intuyo que "Dong" incluye un descarte de la película de ficción que tiene un interés incuestionable (pero que no cabía en "Naturaleza muerta" pues supondría desequilibrar esa película): la muerte de un trabajador de las obras de derribo de las casas de una de las ciudades que la gran presa de las Tres Gargantas borra del mapa de China. Aquel muerto era uno de los modelos del pintor Liu Xiao Dong. El artista decide emprender un viaje a la cercana localidad en la que vivía ese trabajador-modelo para comunicar la noticia a la familia. Me recuerda a la excusa argumental con la que el británico Conrad Clark (cuyo estilo visual pretende imitar al de Zhang-ke) montó "Soul carriage" (2007), película premiada en la última edición del festival de cine de San Sebastián.


2.
Pulso el botón de pausa cuando faltan veinte minutos para que acabe "Dong". Me ha venido a la cabeza Unamuno, y he pensado en algunos historiadores del cine español cuando Liu Xiao Dong, mientras pintaba a una prostituta tailandesa que sirve de modelo para su siguiente cuadro, ha dicho distraidamente:

- Tardé en entenderlo. Maldita sea, ¿por qué no podemos aceptar que la sangre de nuestros antepasados corre por nuestras venas? ¿Por qué no vivimos en armonía con ellos en vez de intentar ser otros? ¿De dar vueltas a temas sin interés? Es patético.


3.
Me encuentro a Jia Zhang-ke homenajeando a HHH cuando sigue con su cámara a esa misma chica que posaba para Liu Xiao Dong por unas escaleras, las sube lentamente y accede a un pasillo cubierto por un fino techado de uralita, bajo el cual hay lámparas fluorescentes... Sola, camina hacia la cámara, que escapa... Shu Qi miraba hacia la cámara (girando la cintura, o el cuello), de la que ella escapaba...

miércoles, 6 de febrero de 2008

When you sat down on the bed next to me, I started to cry



Desde que ella sabía que Maurice (por Maurice Chevalier, al que su padre admiraba con fervor) tomaba cosas de su vida para dibujar sus historietas, casi no hablaban. Muchas veces él creía que la situación se había vuelto muy triste. En el volumen de nuevos dibujantes del noroeste en el que publicaron su historia de “Ariane”, de Monique sólo aparecían algunos rasgos: que dejara las gafas de leer junto a la radio de la cocina, que tuviera náuseas con el olor a arroz cocido o que, cuando llegaba tarde por la noche, se quitara los zapatos –que siempre tenían tacón- y entrara caminando de puntillas. Pasaba -muchas veces incluso con su novio, al que obligaba a descalzarse también en la puerta- junto al cuarto con la puerta cerrada de Maurice. Y, sentado a la mesa de oferta de 30 euros color haya, con las manos sobre el teclado del ordenador, Maurice los escuchaba no hacer ruido, sigilosos, moviéndose por el pasillo enmoquetado. Escuchaba respirar a Renaud, fuerte, tabaco. Y el olor a humo, junto al carraspeo de ella al entrar en su habitación, lo incluía en la página correspondiente a ese día.

A la mañana siguiente Monique también se levantaba antes. Le dejaba el café recién hecho, y Maurice se despertaba con el aroma a Monique, y el sabor fuerte del café muy cargado con el que ella se despabilaba antes de ir a la academia de idiomas en la que daba sus clases. Maurice se duchaba. Después, dormido todavía, apoyaba su frente en la pared, junto a la mampara. Todos los días era lo mismo y, a eso de las ocho y media, ponía la radio para saber qué ocurría en España. Desde el mes de marzo, primero los atentados de Madrid, luego las elecciones, luego la boda del príncipe, que tampoco supuso mayor esfuerzo. Estos últimos meses había descanso. Bajaba a comprar los periódicos en un quiosco de la Gran Vía en el que le guardaban “Le Monde” y los cinco periódicos españoles. Después regresaba a casa, leía, se conectaba a las agencias de noticias, hablaba por teléfono con Paris. A las dos paraba. Rara vez volvía a retomarlo.

Monique estaba molesta pero no lo decía. Maurice tampoco decía nada y estaba convencido de que el silencio no era nada grave, que era momentáneo. Después pensó que cuentos como éste que estaba escribiendo tampoco eran una ayuda para salir.

El viernes por la noche Monique se fue a dormir a casa de Renaud, en Fuenlabrada. Maurice se citó con Ricardo y Marcello, dos italianos que comenzaron trabajando para la RAI y que ahora trabajaban en un club. Lo llevaron a una cena en la que también había una estadounidense. Se llamaba Jennie, “como la de la película”, pensó Maurice. Jennie vivía con dos estudiantes españolas, que también estaban en la cena.

A última hora de la noche Marcello acompañó a Jennie a casa. Se acostaron juntos. Ricardo se fue antes, Maurice acompañó a las dos españolas. Pensó en que estaba enamorado de Monique, y en que no se lo decía, mientras se despedía de Mónica, que también le gustaba. No pidió teléfonos, no dijo que quería subir a acostarse con ella, no dijo nada. Llegó a casa y no había nadie: Monique estaba en casa de Renaud. Lo había olvidado.

Al día siguiente, llovía por la mañana, Monique entró en casa y luego abrió la puerta de la habitación de Maurice para observar cómo dormía. Se sentó en el borde de la cama. En cuanto él se despertó le dijo que se iba a casar con Renaud, que se volvían a Francia. Maurice se sintió triste, y pensó sólo en Mónica, en que no sabía si la volvería a ver. Temía que se fuera.

Maurice sintió resbalar una lágrima por su mejilla.

- Es la alegría –mintió.

martes, 29 de enero de 2008

Rosario Silvia


Por fin vi ayer que Silvia Prieto se llamaba Rosario Bléfari.

Me encanta.

O thiasos


Cuenta la leyenda que una madrugada de Cine Club en la 2, fue la reina Sofía la única espectadora que estaba viendo la película de Theo Angeolopoulos "El viaje de los comediantes" (O thiasos, 1975). Lo cuenta la leyenda porque fue la única que se quejó de que, avanzada la segunda hora de metraje (el film se acerca a las cuatro horas de duración), la película había decidido privar a todo aquel que no supiera griego moderno de la comprensión del mensaje del film: los subtítulos desaparecieron. Y la reina Sofía, que para el caso posiblemente era la única que comprendía griego a esa hora de vigilia, llamó a la 2 para advertir al ente público de la circunstancia. Desde entonces Angelopoulos deja de asomarse a la cadena pública.