
1.
He caminado apresuradamente por las húmedas calles de los Fueros, Askao, Iturribide y Fika y al final, con la llave en la mano, hasta el portal de casa, he llegado cojeando. Con la herida ardiendo a la altura del tobillo le daba vueltas a la nota que he escrito en mi mente segundos antes de despertar al final de No country for old men. Unos minutos antes había pensado que la película de los hermanos Coen era una película hija de su época, que infunde miedo e inocula miedo a los espectadores. Cegado por el fuego de la herida creía que el otro era al que había que tener miedo según McCarthy y los Coen: el asesino implacable, los empresarios corruptos que controlan el tráfico de drogas, los vigilantes fronterizos, los veteranos de Vietnam, los mejicanos sin papeles en El Paso, los indios, la policía. La película trata sobre el miedo y, por un momento, he creído que trataba sobre el miedo a envejecer, el miedo a ver cómo la manera de afrontar la vida de cada cual se va oxidando, se queda anticuada y hay que encerrarla en el trastero lleno de gatos de una casa en mitad del desierto
2.
La película (que -dicen- es una fidelísima traslación del contenido de la novela de Cormac McCarthy, y por lo que quiero leer esa novela y otras más del escritor) ofrece su clave casi al final: vanidad. El miedo no es al otro: el Miedo es el asesino silencioso que no interpreta Javier Bardem. Es la muerte (a la que se escucha a lo largo de todo el metraje). Y la tapicería de thriller fresco de aire retro ochentero queda reducida a lo que es: un llavero con el que jugar camino de casa, mientra se piensa en ese Miedo que hace que aceleres el paso.
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