
Desde que ella sabía que Maurice (por Maurice Chevalier, al que su padre admiraba con fervor) tomaba cosas de su vida para dibujar sus historietas, casi no hablaban. Muchas veces él creía que la situación se había vuelto muy triste. En el volumen de nuevos dibujantes del noroeste en el que publicaron su historia de “Ariane”, de Monique sólo aparecían algunos rasgos: que dejara las gafas de leer junto a la radio de la cocina, que tuviera náuseas con el olor a arroz cocido o que, cuando llegaba tarde por la noche, se quitara los zapatos –que siempre tenían tacón- y entrara caminando de puntillas. Pasaba -muchas veces incluso con su novio, al que obligaba a descalzarse también en la puerta- junto al cuarto con la puerta cerrada de Maurice. Y, sentado a la mesa de oferta de 30 euros color haya, con las manos sobre el teclado del ordenador, Maurice los escuchaba no hacer ruido, sigilosos, moviéndose por el pasillo enmoquetado. Escuchaba respirar a Renaud, fuerte, tabaco. Y el olor a humo, junto al carraspeo de ella al entrar en su habitación, lo incluía en la página correspondiente a ese día.
A la mañana siguiente Monique también se levantaba antes. Le dejaba el café recién hecho, y Maurice se despertaba con el aroma a Monique, y el sabor fuerte del café muy cargado con el que ella se despabilaba antes de ir a la academia de idiomas en la que daba sus clases. Maurice se duchaba. Después, dormido todavía, apoyaba su frente en la pared, junto a la mampara. Todos los días era lo mismo y, a eso de las ocho y media, ponía la radio para saber qué ocurría en España. Desde el mes de marzo, primero los atentados de Madrid, luego las elecciones, luego la boda del príncipe, que tampoco supuso mayor esfuerzo. Estos últimos meses había descanso. Bajaba a comprar los periódicos en un quiosco de la Gran Vía en el que le guardaban “Le Monde” y los cinco periódicos españoles. Después regresaba a casa, leía, se conectaba a las agencias de noticias, hablaba por teléfono con Paris. A las dos paraba. Rara vez volvía a retomarlo.
Monique estaba molesta pero no lo decía. Maurice tampoco decía nada y estaba convencido de que el silencio no era nada grave, que era momentáneo. Después pensó que cuentos como éste que estaba escribiendo tampoco eran una ayuda para salir.
El viernes por la noche Monique se fue a dormir a casa de Renaud, en Fuenlabrada. Maurice se citó con Ricardo y Marcello, dos italianos que comenzaron trabajando para la RAI y que ahora trabajaban en un club. Lo llevaron a una cena en la que también había una estadounidense. Se llamaba Jennie, “como la de la película”, pensó Maurice. Jennie vivía con dos estudiantes españolas, que también estaban en la cena.
A última hora de la noche Marcello acompañó a Jennie a casa. Se acostaron juntos. Ricardo se fue antes, Maurice acompañó a las dos españolas. Pensó en que estaba enamorado de Monique, y en que no se lo decía, mientras se despedía de Mónica, que también le gustaba. No pidió teléfonos, no dijo que quería subir a acostarse con ella, no dijo nada. Llegó a casa y no había nadie: Monique estaba en casa de Renaud. Lo había olvidado.
Al día siguiente, llovía por la mañana, Monique entró en casa y luego abrió la puerta de la habitación de Maurice para observar cómo dormía. Se sentó en el borde de la cama. En cuanto él se despertó le dijo que se iba a casar con Renaud, que se volvían a Francia. Maurice se sintió triste, y pensó sólo en Mónica, en que no sabía si la volvería a ver. Temía que se fuera.
Maurice sintió resbalar una lágrima por su mejilla.
- Es la alegría –mintió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario