martes, 1 de abril de 2008

La bala perdida de James Gray y el mito de Rivette


Sobre la función de los héroes y los mitos ya se ha escrito muchas veces mal y algunas bien. Procuraré evitar las referencias a ambos asuntos y su presencia en nuestro inconsciente (pues no me veo capaz de llevar mi nombre por medio de lo que escriba al segundo grupo) para revolotear sobre el tercer largometraje de James Gray, titulado We own the night (en España, La noche es nuestra, 2007). Procuraré evitarlo aunque ese magma difuso es el que me ha traído a la silla de mi frío estudio en la que me inclino para escribir estas palabras.

Coinciden los analistas en apuntar a la revisión del film noir cuando se refieren al grueso de la obra de Gray o a esta última película en particular. Es el director el encargado de cargar las tintas en ese sentido y –por esa parte- es un triunfo del (también) guionista a la hora de sembrar con determinantes objetos característicos su historia la pistola del difunto padre asesinado por un sicario; el soplón (una vez desenmascarado) apaleado en un oscuro callejón; la tópica lentitud policial en el proceder ante los acontecimientos criminales (y los demás también); los mafiosos implacables que disparan a quemarropa...

Adscribirse a una tradición tan valorada como la del cine negro comporta en España a Gray elogios mecánicos en ciertos papeles: “eres uno de los nuestros”, parecen decirle algunos bien poco exigentes (por ejemplo, Carlos Boyero en ‘El País’); “una película clásica de cine negro, casi un film de los años 40”, rubrica (sin vergüenza ni a la hora de mirar el extracto de la cuenta bancaria ni a la de poner su nombre bajo un texto insípido) Nuria Vidal en ‘Fotogramas’ dando a entender que encuadrar una película contemporánea en determinada realidad de hace setenta años fuera un elogio. Pero esas celebraciones vienen acompañados de determinadas servidumbres cuya violación otros críticos (hablo de los dos ya citados, pero sobre todo de Carlos Fernández Heredero en ‘Cahiers du Cinéma. España’) no parecen dispuestos a entender o tolerar.

El género negro ha conformado con nitidez la imagen de su héroe como un outsider trágico, irónico ante su tiempo, de poso amargo e ideales justos, de métodos que bordean –y, en algunos casos, violentan- lo moralmente aceptable porque su valentía lo lleva –basándose en una vasta experiencia vital- a adoptar resoluciones arriesgadas en pos de lo correcto: son, por ejemplo, los agridulces protagonistas perdedores de algunas de las novelas de Cain que dieron pie a títulos recordados como Double indemnity o The postman always rings twice; pero también son los detectives privados de Hammett y Chandler (y que, para regocijo de nostálgicos, ha sumergido en formol, por ejemplo, James Ellroy), que chocan de vez en cuando –por su manera de actuar- con los artríticos brazos de la ley y el orden representados en los agentes de la policía, pero que rara vez acaba a malas con el establishment.

Nada más arrancar We own the night –y con más razón si el espectador recuerda las excelentes dos películas dirigidas anteriormente por James Gray- el público sabe exactamente en qué términos –argumentalmente hablando- va a recibir los mensajes: son los del cine negro. Gray no es un prestidigitador que quiera inventar nada nuevo sino un realizador con innegables dotes para lo que está haciendo, es decir, una película de policías y mafiosos en los Estados Unidos. Sin embargo, hay una virtud única e insoslayable en el dramatis personnae de We own the night: el protagonista del film no va a ser el policía (de ideales tan previsibles y justos que carece de enjundia para interesar al espectador) joven y exitoso; ni siquiera su padre, un venerado jefe de policía cegado por su profesión y que ha descuidado la relación con uno de sus hijos... Va a ser ése hijo el protagonista: va a ser el bala perdida que, en un pasado ignoto, se descarrió de la recta línea moral de la familia de policias... Pero la novedad es que su papel no va a ser (pese a lo que se desprende de la primera media hora de metraje) el del joven triunfador bala perdida al que los hechos conducen bien hacia la muerte ejemplarizante bien por el camino de la redención, sino uno nuevo que debe entroncarse en el ya mencionado outsider irónico, cínico, machacado por la vida, sabio de ideales justos. Debe ligarse con él porque es exactamente su antagonista: el hijo díscolo, Bobby –por sus hechos lo conoceréis-, no se ha alejado premeditadamente de la línea moral y recta, sino que la vida lo ha transportado, como si fuera el mar, hasta arrojarlo contra un rocoso acantilado en una ola. Este protagonista no es el mordaz incomprendido que, desde su boyante bagaje de experiencias heróicas y olvidadas, ríe entre labios mientras contempla esta sociedad artificial y artificiosa antes de apurar el último trago de bourbon: Bobby es un triunfador llamado a reemprender una senda “correcta” que hace mucho tiempo desechó de buena gana y que no desea retomar. En resumen, este protagonista no lleva las riendas de su vida porque no es capaz de hacerlo: el bala perdida de Gray resulta patéticamente arrastrado por los acontecimientos, no logra actuar como un héroe pese a ser el motor de la película. Por ejemplo, en un determinado momento es tentado y cede ante la posibilidad de un ajuste de cuentas personal y rápido que se opone a la ley: sus ideales no son justos.

La amoralidad de este personaje protagonista de chata talla moral (se trata de un tipo que ha ocultado su origen ruso porque se avergüenza de él, que visita a su padre viudo muy de vez en cuando, que sólo parece encontrarse con su hermano para mantener virulentas discusiones, que se entrega a la vida licenciosa, a las drogas, el juego y las mujeres con plena satisfacción), ubicado en el lugar del héroe de este film noir resulta incómoda e inquietante, pero sobre todo, muy enriquecedora para un género tan rígidamente codificado.

Leo “tufo conservador”, y leo “moralista” en textos redactados por críticos de no poco prestigio al referirse a We own the night. Nunca me ha gustado atacar o defender una película por la orientación ideológica de su argumento (ese corazón, ese núcleo duro en el que exclusivamente se centran los comentarios de la mayoría de críticos todavía más de 110 años después de la invención del cine). Quizá por eso me resulta hiriente el paternalismo con que críticos y analistas de moderado prestigio descabalgan la belleza o la coherencia de una película por su ideología, como prestándonos argumentos políticos bien aprehendidos en tiempos difíciles. Dice Fernández Heredero que la película de Gray celebra “los ritos comunales que salvaguardan el orden y la ley”, lo que implica que “del claroscuro de los personajes realmente trágicos” se salta a “la evidencia de un arquetipo perfectamente previsible”. Todo ello, para él, pone de relieve un “maniqueísmo moralista de James Gray” y, para respaldar su aseveración echa mano no ya de otras opiniones plausibles sino que recurre directamente al mito cahierista: Rivette y su discurso sobre la moral de las imágenes (“el aliento enfático que dicho tratamiento visual pretende imprimir sobre esa imagen delata la abyección (que diría Rivette) del procedimiento”) y la crítica de la película en las páginas de la edición francesa de la revista (“Toda película conserva, incluso a su pesar, la huella de su propia época. Lo recuerda Cyril Neyrat al concluir que La noche es nuestra lleva consigo “la del clima de restauración de los valores tradicionales de la América de hoy”). No necesita de mucho más el crítico para despachar una visión simple (en el sentido de que no busca complicaciones, sigue el argumento al pie de la letra, sin buscar posibles ironías o lecturas más profundas) de la película en la que, si el Bobby (el bala perdida de Gray) acaba regresando al redil de la familia (“útero familiar/policial”, dice) en lugar de apostar (como Cimino en Manhattan sur) por señalar que “el precio de la integración en la comunidad es la autodestrucción”; porque –según entiende el crítico- “en el conjunto de opciones narrativas que se esfuerzan por hacer evidente una dramaturgia que se quiere trágica y bíblica, pero que sólo ofrece el reverso luminoso de la turbiedad y de la ambigüedad del gran cine negro americano”. Fernández Heredero no considera oportuno explicar en qué consiste dicha ambigüedad, esa turbiedad que Gray no logra hollar.

No consigo quitarme de encima la idea de que el crítico de “Cahiers du Cinéma” entiende que la película es conservadora (lo dice Cyril Neyrat en el número francés de diciembre de 2007, recuerdo) porque el protagonista, en lugar de inmolarse, de ceder a la autodestrucción, o de descender a los (familiares) infiernos schrader-scorsesianos, acaba ingresando en la policía, en la línea de su tradición familiar. Fernández Heredero parece saltar por alto el penúltimo plano del film, en el que nuestro reconvertido bala perdida parece intuir la presencia de su pasado perdido en el rostro de su bella (y ahora ausente, como castigo por su decisión de ingresar en la policía) novia portorriqueña... Bobby regresó al redil, se unió a la tradición familiar, pero a costa de –una vez conocida- entregar sin más recompensa que los remordimientos la felicidad que él había construido para sí. Intuyo que si Bobby hubiera ayudado a la mafia rusa a extender el tráfico de cocaína en el local que regenta, si hubiera colaborado (pongamos que no explícitamente, pero sí involuntariamente) en el asesinato de su padre, o se hubiera enganchado a la cocaína y ésta le hubiera hecho perder riqueza, novia, prestigio, trabajo, familia, todo (sí, crónica de un ascenso y una caída al más puro estilo Scorsese), la película no habría sido conservadora o moralista para Fernández Heredero. Lo cierto es que Bobby, por el camino hacia su nuevo trabajo como agente de policía pierde riqueza, novia y trabajo, pero gana la familia. Y sobrevive. Aunque sea pobre, humillantemente. Y eso debe de ser conservador.