jueves, 7 de noviembre de 2013

Mirar a cámara



En los últimos dos años España ha empezado a sufrir las consecuencias de la reducción drástica de ayudas al cine. Sumadas a la caída de los ingresos en taquilla (por la subida del IVA, por la reducción de la renta disponible en las familias), la situación del cine español tiene poco que ver ya con la de hace cinco años. La industria tiende a desvanecerse y –más allá de los superproducciones de Hollywood- se pueden contar con los dedos de una mano las películas que consiguen ser rentables a su paso por taquilla.


Sin embargo, hay otras consecuencias que tienen que ver con la manera en que el audiovisual español SIGUE adelante gracias, sobre todo, a la autoproducción. Gracias a “ajustarse el cinturón”. Cuando no hay industria en la que cobijarse se ha perdido la consideración hacia un canon clásico narrativo socialmente aceptable. Ya no hay por qué hacer películas para un público convencional y “masivo”. Tampoco hay medios para hacerlas. Sin la presión de esa industria, los cineastas parecen dejar de tener la necesidad de alinearse. Cuando no hay dinero, la libertad es absoluta.

Este frente audiovisual tan libre (difícil parangón hay en el mundo a día de hoy) lo conforman los cineastas españoles que no lo eran hasta hace nada: son los jóvenes, los aficionados, los apasionados, los ilusos.


La realidad que constatan estos realizadores –que no pasan de los 40 años de edad- en sus películas es la que conforma ‘Mirar a cámara’, una panorámica del audiovisual más alejado de la industria. Sea voluntaria o forzadamente. Estas películas íntimas, mínimas e introspectivas quizá no sean el relevo ante un público mayoritario, pero sí ante un público menor en cuanto a cantidad, más comprometido y más inquieto ante unos trabajos mucho más directos, que no pretenden aparentar más de lo que son. Son películas que, sin embargo, permiten al espectador atento muchas más lecturas que los complejos productos industriales abocados a su desaparición (aunque sea momentánea).


Tenderá a convergir con una estructura industrial homologable con la de cualquier otro país europeo, pero todavía habrá que esperar. Lo que está claro en este cine “de entretiempo” (por utilizar la expresión de Jonás Trueba para el arranque de ‘Los ilusos’) no busca el rápido bálsamo de la taquilla. No existe para él. Se cerró. Posiblemente busca aquello para lo que se empezó a utilizar el cine a partir de la modernidad: testimoniar una identidad, recrear y fomentar una cultura, plasmar una mirada ante su contemporaneidad. Y exhibirse a través de circuitos alternativos.


Es un audiovisual más radical que no aspira a narrar acontecimientos históricos con afán maximalista, con la antigua convicción de dictar sentencia (a la manera del periodismo) sobre su realidad. Se contenta con aspirar a levantar acta de una serie de identidades (personales o colectivas) que sitúan en el centro de sus películas, sobre actividades fundamentales como el trabajo, el compromiso político (o su ausencia) o la memoria (personal, colectiva, propia o ajena). Es un audiovisual que únicamente puede permitirse una reflexión personal, un punto de vista. Ni más ni menos que un enfoque ante hechos que han llamado la atención del cineasta. No es de extrañar por tanto que la cámara forme parte de lo representado: que el dispositivo de grabación tenga un papel a la altura del resto de objetos grabados, cuando no mayor. Se ha convertido en omnipresente la relación entre las personas que aparecen ante la cámara y los que están detrás. Se ha vuelto general el consenso en torno al recordado discurso de Chris Marker en ‘Sans soleil’ (1983), cuando consideraba que “no hay nada más estúpido que decir a la gente que no mire a la cámara”.


“Cine-ensayo, cine-búsqueda, cine-memoria: las películas del nuevo/nuevo cine español, no pueden estar más alejadas de lo que caracteriza a buena parte del cine de ese país”, aseguraba el veterano crítico argentino Diego Lérer. Los grandes cambios en el cine han estado relacionados con desarrollos tecnológicos y con momentos de crisis. El digital llegó ya hace unos años y probablemente este tipo de cine ya estaba desarrollándose, pero con el advenimiento de la recesión, el paro y la crisis, este cine radical, directo, sencillo y de supervivencia se ha erigido en el más sincero testimonio de nuestro tiempo. El más valioso también, pero eso lo dirá el tiempo.

'Mirar a cámara. Identidades, simulaciones y recreaciones en el audiovisual contemporáneo español' es un programa comisariado por Rubén Corral para Zinemateka de AlhóndigaBilbao. Tendrá lugar entre los días 27 de noviembre de 2013 y 30 de enero de 2014.

Incluye la proyección de 'Invisible' (Víctor Iriarte, 2012), 'Vikingland' (Xurxo Chirro, 2011), 'The Juan Bushwick diaries' (David Gutiérrez Camps, 2013), 'Diarios móviles' (Víctor Moreno, 2010), 'El extraño' (Víctor Moreno, 2009), 'Felices fiestas' (Víctor Moreno, 2008), 'Feriantes' (Víctor Moreno, 2010), 'La piedra' (Víctor Moreno, 2013), 'Dime quién era Sanchicorrota' (Jorge Tur, 2013), 'N-VI' (Pela del Álamo, 2012), 'VidaExtra' (Ramiro Ledo Cordeiro, 2013) y 'Árboles' (Los Hijos, 2013).

http://www.alhondigabilbao.com/cine-y-audiovisuales

martes, 29 de octubre de 2013

Paisaje en la niebla

La manera en que la crisis está afectando a Grecia no admite parangón en Europa. La pérdida de derechos por parte de los ciudadanos parece ser únicamente una parte del castigo impuesto por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional para recuperar una economía aquejada de flagrantes contradicciones, ineficaz y, en estos momentos, prácticamente inerte.

El cine de un país que perdió el año pasado a su mayor referente internacional no se reinventa en unos años, pero sí atraviesa una readecuación de su imagen internacional, optando en muchos casos por una vía radical e inconformista, lejos –visualmente hablando- del estilo de Theo Angelopoulos, a la búsqueda de un renacimiento que cada día parece ser más real. Así lo corrobora el cine del también dramaturgo Giorgos Lanthimos, cuyas películas ‘Canino’ (Κυνόδοντας, 2009) y ‘Alpes’ (Αλπεις, 2011) surgieron al abrigo de la productora Haos Films, dirigida por Matt Johnson, Maria Hatzakou y Athina Rachel Tsangari, a su vez directora de la interesante ‘Attenberg’ (2010). El cine de Lanthimos no se fija tanto en las consecuencias palpables de las decisiones políticas y económicas como en la desazón moral en la que prendieron -¿y prenden?- las irresponsables (malas) prácticas que llevaron al país a la insostenibilidad.

El de Lanthimos y Tsangari es un cine que ya ha sido etiquetado. Nuevamente con el denominativo ‘Nueva Ola griega’, pero también en una corriente más genérica y trasnacional como el ‘Weird cinema’. La helena es una propuesta reconocible internacionalmente que ha conseguido hacerse un hueco en importantes festivales de cine de todo el mundo. Algunos lo consideran sustituto internacional de Angelopoulos, y mascarón de proa de un cine griego que reduce su tamaño a medida que se agrava la crisis económica y social. En la cubierta del navío siguen realizadores veteranos también alejados de la propuesta art-house de Lanthimos y Tsangari como Pantelis Voulgaris o Nikos Koundouros (en activo desde los años 50).

En lugares menos visibles de ese barco en la niebla que es el audiovisual griego contemporáneo encontramos valiosas propuestas en el terreno de la no-ficción. Sirva como ejemplo una de esas películas que no se incardinan en la casa de la no-ficción porque viven en ellas actores (aunque sean no profesionales) recibiendo instrucciones para que interpreten sus propias vidas: ‘To the wolf’ (Στο Λύκο, Aran Hughes & Christina Koutsospyrou, 2013) presentó en la pasada edición de la Berlinale una alegoría de la situación del Estado de Grecia, y a la vez un reflejo sin distorsión de la vida rural de un país al borde de la extenuación. “Grecia está acabada. Está muerta. Todo el mundo sufre. Luchan por una causa perdida”, sentencia nada más iniciarse la película uno de los pastores protagonistas. En la ciudad –si atendemos a lo que narra Ektoras Lygizos en uno de los títulos más premiados en su país durante 2012 y 2013, ‘Boy eating the bird’s food’ (Το αγόρι τρώει το φαγητό τού πουλιού)- la situación es parecida, con el hambre causando ya estragos en la clase media. Así, no es extraño presenciar ahora en Grecia situaciones que recuerdan a Berlanga en dramas y comedias como ‘The eternal return of Antonis Paraskevas’ (Η Αιώνια Επιστροφή του Αντώνη Παρασκευά, Elina Psykou, 2013), cuyo contenido político, por otro lado, mueve a la reflexión sobre la situación griega, pero también de la Unión Europea.

La ficción permite destilar la realidad griega, pero la no-ficción más pura –incluyendo el documental de urgencia, cuando no de guerrilla- se ha encargado de recoger los hechos acaecidos en un periodo clave para el futuro de Europa y para la supervivencia de Grecia. La violencia de la realidad se contesta con rabia en la polémica ‘Semillas de diciembre’ (Δεκεμβριανοι σποροι, Panagiotis Karagiorga, 2009), que durante algún tiempo fue interesada y erróneamente atribuida a Chris Marker. El documentalista francés falleció pocos meses después de que comenzara a distribuirse el documental a través de Internet. Esa misma ira se declina como denuncia en ‘155 Sold’ (Giorgos Panteleakis, 2012), un documental de urgencia que ya se pudo ver en la edición de 2012 del Festival Internacional de Documental de Jihlava. Fueron los momentos de las más virulentas movilizaciones, a los que siguieron otros hechos también recogidos por los cineastas griegos: la controvertida pugna política intervenida desde la Unión Europea se convierte en protagonista de documentos interesantes como ‘Democracy, the way of the cross’ (Δημοκρατία, ο δρόμος του σταυρού, Marco Gastine, 2012) o parciales, como en ‘Meeting Stefanos Manos’ (Πρωτομαγιά με Δράση: Συνάντηση με το Στέφανο Μάνο, Nikos Perakis, 2012). La vida política del país que alumbró la democracia también ocupa el primer plano a través de una figura peculiar como la del actual alcalde de Salónica, Giannis Boutaris, en ‘One step ahead’ (Dimitris Athiridis, 2012), que retrata al empresario devenido político durante la campaña electoral que lo llevó a la alcaldía de la segunda ciudad del país.

Mayoritariamente, el documental griego más reciente busca concentrarse en el relato individual de personas. Las descripciones de opiniones, comportamientos y pensamientos pueden ser presentadas en solitario -ya sea el intelectual de ‘Un día en la vida de Thanos Lipowatz’ (Μία μέρα από τη ζωή του Θάνου Λίποβατς, Panagiotis Kravvaris, 2013) en su periplo europeo, o el empresario agrícola del sur del país Mitsos Tsinganos de ‘Hardships and beauties’ (Ομορφιές και Δυσκολίες, Kimon Tsakiris, 2013), en un viaje por un país que ya no es el que conocía- o de manera coral, de modo que lo reflejado se erige en muestra de las adversidades y vivencias de una ciudadanía abrumada por estrecheces inesperadas y, muchas veces, injustas -con nombre y apellido en ‘Living in interesting times’ (Elisavet Laloudaki & Massimo Pizzocaro, 2013), de manera quizá más alegórica en ‘Cheap tickets’ (Konstantinos Iordanou, 2012).

Destaca, en fin, la figura emergente del cineasta Yorgos Zois, presto a dar el salto al largometraje de ficción tras el éxito de su anterior cortometraje, ‘Out of frame’ (Τίτλοι τέλους, 2012), reconocido en el Festival de Venecia 2012. Su mirada propia y el compromiso con la realidad de su país se puede comprobar tanto en ese trabajo suyo como en su debut ‘Casus belli’ (2010), en el que ya hizo asomar en pantalla el miedo al hambre por parte de las clases sociales más desfavorecidas. La repercusión de estos dos cortometrajes no le ha evitado padecer para conseguir la financiación que garantice el rodaje de la película, que finalmente tendrá lugar previsiblemente a principios de 2014: ‘Stage fright’ -el proyecto- ya ha sido respaldado en Cannes en 2013, y en Turín en 2012. Su leit-motiv es una declaración de principios de lo que ocurre en esta Grecia en la niebla: “el arte imita a la realidad”.

lunes, 23 de junio de 2008

Las fotografías de la performance de Dora y Gabriel

Todos leímos Milton. Dora estuvo persiguiéndonos durante meses con el ejemplar debajo del brazo y, una vez que lo prestaba, le brotaba otro igual para dejárselo a otra persona. Todos acabamos pasando por las páginas del poema que escribió William Blake en Felpham. Así surgió aquel proyecto en el que Dora utilizó –como casi siempre- a Gabriel como fotógrafo; Vence y yo estábamos trabajando en Portsmouth y nos sumamos al equipo de combatientes.

Nunca antes nos había hablado (al menos a Vence y a mí) de William Blake, pero no nos extrañó la elección de Milton, pues el desenfoque de la mirada de Dora respecto a la década de los sesenta también encajaba con la manera en que había convertido la contracultura (por el hecho de ser “contra”) de aquella época en una especie de canon romántico que reverenciar: recuerdo una madrugada en Bilbao en la que discutimos acaloradamente sobre la función de la cultura y la lucha, sobre la agitación (y la propaganda), la justicia y la revolución. Recuerdo que el día se había levantado cuando nosotros abandonamos los sillones para vaciar los ceniceros, limpiar de vino las copas y servirnos en la cocina un café cargado.

No creo que ya tenga sentido pretender explicar la intención o el significado del proyecto que nos llevó a las asfixiadas calles de jardines de Felpham: sé que tenía que ver con William Blake, que Dora me habló de Ololon y que todo tenía que ver mágicamente con Milton, fueron muchas las líneas leídas, remitidas y antes escritas por Gabriel y Dora pero no sería capaz de resumir todo aquello ahora. No entendería rescatar ese mensaje porque era la elaboración que habían llevado a cabo ellos: yo vi la performance de Dora, yo vi el momento en que Gabriel disparaba la cámara, también vi a Vence rodar con la cámara de Super8 algunos momentos mientras yo tiraba fotos que sirvieran para la documentación del instante –en ningún caso para ser expuestas ni mostradas a nadie ajeno al proyecto- y para que las pudiéramos guardar Dora, Gabriel y yo.

Pero todo eso perdió sentido pocas horas más tarde del momento en que las instantáneas fueron tomadas. Vence y yo regresamos a Portsmouth porque teníamos que trabajar temprano al día siguiente; Dora y Gabriel Korzeniowski regresaron a su casa en el campo y, por el camino, sé que pararon en el Royal Oak Pub, cerca de Hooksway; sé que poco después de retomar el camino, con su casa en South Harting prácticamente en el horizonte, su coche se salió de la carretera y todo cambió para estas fotografías que ahora les presento. Yo no lo supe hasta un par de meses más tarde, cuando las tuve sobre mi mano por primera vez.

martes, 1 de abril de 2008

La bala perdida de James Gray y el mito de Rivette


Sobre la función de los héroes y los mitos ya se ha escrito muchas veces mal y algunas bien. Procuraré evitar las referencias a ambos asuntos y su presencia en nuestro inconsciente (pues no me veo capaz de llevar mi nombre por medio de lo que escriba al segundo grupo) para revolotear sobre el tercer largometraje de James Gray, titulado We own the night (en España, La noche es nuestra, 2007). Procuraré evitarlo aunque ese magma difuso es el que me ha traído a la silla de mi frío estudio en la que me inclino para escribir estas palabras.

Coinciden los analistas en apuntar a la revisión del film noir cuando se refieren al grueso de la obra de Gray o a esta última película en particular. Es el director el encargado de cargar las tintas en ese sentido y –por esa parte- es un triunfo del (también) guionista a la hora de sembrar con determinantes objetos característicos su historia la pistola del difunto padre asesinado por un sicario; el soplón (una vez desenmascarado) apaleado en un oscuro callejón; la tópica lentitud policial en el proceder ante los acontecimientos criminales (y los demás también); los mafiosos implacables que disparan a quemarropa...

Adscribirse a una tradición tan valorada como la del cine negro comporta en España a Gray elogios mecánicos en ciertos papeles: “eres uno de los nuestros”, parecen decirle algunos bien poco exigentes (por ejemplo, Carlos Boyero en ‘El País’); “una película clásica de cine negro, casi un film de los años 40”, rubrica (sin vergüenza ni a la hora de mirar el extracto de la cuenta bancaria ni a la de poner su nombre bajo un texto insípido) Nuria Vidal en ‘Fotogramas’ dando a entender que encuadrar una película contemporánea en determinada realidad de hace setenta años fuera un elogio. Pero esas celebraciones vienen acompañados de determinadas servidumbres cuya violación otros críticos (hablo de los dos ya citados, pero sobre todo de Carlos Fernández Heredero en ‘Cahiers du Cinéma. España’) no parecen dispuestos a entender o tolerar.

El género negro ha conformado con nitidez la imagen de su héroe como un outsider trágico, irónico ante su tiempo, de poso amargo e ideales justos, de métodos que bordean –y, en algunos casos, violentan- lo moralmente aceptable porque su valentía lo lleva –basándose en una vasta experiencia vital- a adoptar resoluciones arriesgadas en pos de lo correcto: son, por ejemplo, los agridulces protagonistas perdedores de algunas de las novelas de Cain que dieron pie a títulos recordados como Double indemnity o The postman always rings twice; pero también son los detectives privados de Hammett y Chandler (y que, para regocijo de nostálgicos, ha sumergido en formol, por ejemplo, James Ellroy), que chocan de vez en cuando –por su manera de actuar- con los artríticos brazos de la ley y el orden representados en los agentes de la policía, pero que rara vez acaba a malas con el establishment.

Nada más arrancar We own the night –y con más razón si el espectador recuerda las excelentes dos películas dirigidas anteriormente por James Gray- el público sabe exactamente en qué términos –argumentalmente hablando- va a recibir los mensajes: son los del cine negro. Gray no es un prestidigitador que quiera inventar nada nuevo sino un realizador con innegables dotes para lo que está haciendo, es decir, una película de policías y mafiosos en los Estados Unidos. Sin embargo, hay una virtud única e insoslayable en el dramatis personnae de We own the night: el protagonista del film no va a ser el policía (de ideales tan previsibles y justos que carece de enjundia para interesar al espectador) joven y exitoso; ni siquiera su padre, un venerado jefe de policía cegado por su profesión y que ha descuidado la relación con uno de sus hijos... Va a ser ése hijo el protagonista: va a ser el bala perdida que, en un pasado ignoto, se descarrió de la recta línea moral de la familia de policias... Pero la novedad es que su papel no va a ser (pese a lo que se desprende de la primera media hora de metraje) el del joven triunfador bala perdida al que los hechos conducen bien hacia la muerte ejemplarizante bien por el camino de la redención, sino uno nuevo que debe entroncarse en el ya mencionado outsider irónico, cínico, machacado por la vida, sabio de ideales justos. Debe ligarse con él porque es exactamente su antagonista: el hijo díscolo, Bobby –por sus hechos lo conoceréis-, no se ha alejado premeditadamente de la línea moral y recta, sino que la vida lo ha transportado, como si fuera el mar, hasta arrojarlo contra un rocoso acantilado en una ola. Este protagonista no es el mordaz incomprendido que, desde su boyante bagaje de experiencias heróicas y olvidadas, ríe entre labios mientras contempla esta sociedad artificial y artificiosa antes de apurar el último trago de bourbon: Bobby es un triunfador llamado a reemprender una senda “correcta” que hace mucho tiempo desechó de buena gana y que no desea retomar. En resumen, este protagonista no lleva las riendas de su vida porque no es capaz de hacerlo: el bala perdida de Gray resulta patéticamente arrastrado por los acontecimientos, no logra actuar como un héroe pese a ser el motor de la película. Por ejemplo, en un determinado momento es tentado y cede ante la posibilidad de un ajuste de cuentas personal y rápido que se opone a la ley: sus ideales no son justos.

La amoralidad de este personaje protagonista de chata talla moral (se trata de un tipo que ha ocultado su origen ruso porque se avergüenza de él, que visita a su padre viudo muy de vez en cuando, que sólo parece encontrarse con su hermano para mantener virulentas discusiones, que se entrega a la vida licenciosa, a las drogas, el juego y las mujeres con plena satisfacción), ubicado en el lugar del héroe de este film noir resulta incómoda e inquietante, pero sobre todo, muy enriquecedora para un género tan rígidamente codificado.

Leo “tufo conservador”, y leo “moralista” en textos redactados por críticos de no poco prestigio al referirse a We own the night. Nunca me ha gustado atacar o defender una película por la orientación ideológica de su argumento (ese corazón, ese núcleo duro en el que exclusivamente se centran los comentarios de la mayoría de críticos todavía más de 110 años después de la invención del cine). Quizá por eso me resulta hiriente el paternalismo con que críticos y analistas de moderado prestigio descabalgan la belleza o la coherencia de una película por su ideología, como prestándonos argumentos políticos bien aprehendidos en tiempos difíciles. Dice Fernández Heredero que la película de Gray celebra “los ritos comunales que salvaguardan el orden y la ley”, lo que implica que “del claroscuro de los personajes realmente trágicos” se salta a “la evidencia de un arquetipo perfectamente previsible”. Todo ello, para él, pone de relieve un “maniqueísmo moralista de James Gray” y, para respaldar su aseveración echa mano no ya de otras opiniones plausibles sino que recurre directamente al mito cahierista: Rivette y su discurso sobre la moral de las imágenes (“el aliento enfático que dicho tratamiento visual pretende imprimir sobre esa imagen delata la abyección (que diría Rivette) del procedimiento”) y la crítica de la película en las páginas de la edición francesa de la revista (“Toda película conserva, incluso a su pesar, la huella de su propia época. Lo recuerda Cyril Neyrat al concluir que La noche es nuestra lleva consigo “la del clima de restauración de los valores tradicionales de la América de hoy”). No necesita de mucho más el crítico para despachar una visión simple (en el sentido de que no busca complicaciones, sigue el argumento al pie de la letra, sin buscar posibles ironías o lecturas más profundas) de la película en la que, si el Bobby (el bala perdida de Gray) acaba regresando al redil de la familia (“útero familiar/policial”, dice) en lugar de apostar (como Cimino en Manhattan sur) por señalar que “el precio de la integración en la comunidad es la autodestrucción”; porque –según entiende el crítico- “en el conjunto de opciones narrativas que se esfuerzan por hacer evidente una dramaturgia que se quiere trágica y bíblica, pero que sólo ofrece el reverso luminoso de la turbiedad y de la ambigüedad del gran cine negro americano”. Fernández Heredero no considera oportuno explicar en qué consiste dicha ambigüedad, esa turbiedad que Gray no logra hollar.

No consigo quitarme de encima la idea de que el crítico de “Cahiers du Cinéma” entiende que la película es conservadora (lo dice Cyril Neyrat en el número francés de diciembre de 2007, recuerdo) porque el protagonista, en lugar de inmolarse, de ceder a la autodestrucción, o de descender a los (familiares) infiernos schrader-scorsesianos, acaba ingresando en la policía, en la línea de su tradición familiar. Fernández Heredero parece saltar por alto el penúltimo plano del film, en el que nuestro reconvertido bala perdida parece intuir la presencia de su pasado perdido en el rostro de su bella (y ahora ausente, como castigo por su decisión de ingresar en la policía) novia portorriqueña... Bobby regresó al redil, se unió a la tradición familiar, pero a costa de –una vez conocida- entregar sin más recompensa que los remordimientos la felicidad que él había construido para sí. Intuyo que si Bobby hubiera ayudado a la mafia rusa a extender el tráfico de cocaína en el local que regenta, si hubiera colaborado (pongamos que no explícitamente, pero sí involuntariamente) en el asesinato de su padre, o se hubiera enganchado a la cocaína y ésta le hubiera hecho perder riqueza, novia, prestigio, trabajo, familia, todo (sí, crónica de un ascenso y una caída al más puro estilo Scorsese), la película no habría sido conservadora o moralista para Fernández Heredero. Lo cierto es que Bobby, por el camino hacia su nuevo trabajo como agente de policía pierde riqueza, novia y trabajo, pero gana la familia. Y sobrevive. Aunque sea pobre, humillantemente. Y eso debe de ser conservador.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Miedo e inadaptación



1.
He caminado apresuradamente por las húmedas calles de los Fueros, Askao, Iturribide y Fika y al final, con la llave en la mano, hasta el portal de casa, he llegado cojeando. Con la herida ardiendo a la altura del tobillo le daba vueltas a la nota que he escrito en mi mente segundos antes de despertar al final de No country for old men. Unos minutos antes había pensado que la película de los hermanos Coen era una película hija de su época, que infunde miedo e inocula miedo a los espectadores. Cegado por el fuego de la herida creía que el otro era al que había que tener miedo según McCarthy y los Coen: el asesino implacable, los empresarios corruptos que controlan el tráfico de drogas, los vigilantes fronterizos, los veteranos de Vietnam, los mejicanos sin papeles en El Paso, los indios, la policía. La película trata sobre el miedo y, por un momento, he creído que trataba sobre el miedo a envejecer, el miedo a ver cómo la manera de afrontar la vida de cada cual se va oxidando, se queda anticuada y hay que encerrarla en el trastero lleno de gatos de una casa en mitad del desierto

2.
La película (que -dicen- es una fidelísima traslación del contenido de la novela de Cormac McCarthy, y por lo que quiero leer esa novela y otras más del escritor) ofrece su clave casi al final: vanidad. El miedo no es al otro: el Miedo es el asesino silencioso que no interpreta Javier Bardem. Es la muerte (a la que se escucha a lo largo de todo el metraje). Y la tapicería de thriller fresco de aire retro ochentero queda reducida a lo que es: un llavero con el que jugar camino de casa, mientra se piensa en ese Miedo que hace que aceleres el paso.